DESHEREDADOS DE HISTORIA - Lidia Ferrari
¿De dónde venimos?
¿Cuántas generaciones son necesarias para revisar una historia, para descubrir una herencia, para reconstruir una genealogía? Varias descendencias para aproximarnos un poco a algunos enigmas que nos pertenecen. La tarea, cuando se realiza, compromete a la gran aldea, al vecindario, al clan y a la propia vida. En este caso la excusa de un pedido, el de un periodista italiano interesado por saber algo de los nietos de los emigrados italianos, puso a andar esto que se escribe aquí. ¿Será que necesitamos que aquellos de donde venimos se acuerden de nosotros? El tiempo, supremo hacedor, nos exige continuar algunas preguntas que quedaron en suspenso durante tantos años.
Este pequeño relato, es casi un hablar en voz alta como descendiente de inmigrantes italianos, sobre algo que sospecho forma parte tanto de mí como de esta cultura (si es que la hay), la argentina.
Ser la última de treinta y dos nietos de una abuela materna italiana analfabeta y la última hija de entre tres hermanos de la última hija de entre trece hermanos de esa abuela, y ser la única de entre todos ellos en heredar su nombre, es algo insólito. Por lo general en las transmisiones familiares son los primeros hijos los que heredan el nombre de sus ancestros. En este caso, alguien casi colgando de un árbol familiar, como último retoño inesperado hereda ese nombre. Podría pensarse en un frágil cabo que ata a una genealogía que, por lo demás, casi ni se nota. De la línea paterna, mis abuelos eran argentinos hijos de italianos y todo parecía más normal. Lo normal era que no me hubiera llegado casi ninguna referencia de Italia y nuestros ancestros italianos. Lo normal era pensar que uno había nacido de un repollo, pero argentino.
La herencia de un desarraigo.
La curiosidad por saber del pasado de esos abuelos italianos, de la Italia que dejaron atrás, no fue demasiada hasta no hace mucho tiempo. Había enigmas, preguntas que casi no alcanzaban a realizarse. Inquietudes y dudas al pasar. Pero llegó el momento de hacer las preguntas que no me había hecho. ¿Cómo puede haber sido tan fuerte el corte como para que quedara todo tan olvidado? Y rápidamente apareció una respuesta que me sumergía en lo propio pero en algo más compartido: es el mismo desarraigo en el que vivimos. Aquí comenzaré a zigzaguear entre lo personal y lo de todos, lo singular con aquello que hace a una generalidad (siempre equívoca) pero que puede habitar lo argentino. La respuesta espontánea a la inquietud era que el desarraigo que sentía hacia este lugar en el que yo habitaba, mío pero no tan mío, propio pero no tan propio, ajeno pero no tan ajeno, debía provenir de esos que también rompieron amarras y nunca más hablaron del lugar de donde venían. Me enteré después que alguien había dicho (creo que Marco Denevi) que los argentinos somos huéspedes de hotel. Vivimos una transitoriedad que puede explicar el descuido por lo propio. No es nuestro el lugar donde vivimos. ¿Para qué cuidarlo? [1]
Buscando un futuro se encuentra el pasado.
Cuando tantos comenzamos, en plena crisis de la década del noventa, a pensar en buscar la nacionalidad italiana, no sólo íbamos al encuentro de un papel que nos abriera las puertas de Europa. En verdad lo que se comenzó a abrir es una reflexión sobre la propia historia. Abrir la puerta hacia el develamiento de aquello que, como en mi caso, me llevó a descubrir lo que ignoraba, y que quizá debería haber sabido. Pero con ese fenómeno masivo de la urgencia por rescatar nacionalidades perdidas, no sólo muchos emigraron, sino que esas personas desencadenaron una vuelta hacia su pasado. Sus vidas cambiaron no sólo porque pensaban en emigrar (lo realizaran o no), sino porque forzosamente tuvieron que mirar hacia atrás. No sólo se buscaban papeles. Se descubrían historias en ellos. A través de esa urgencia por encontrar alguna salvación personal para salir de ese estado de desesperación colectiva, en el encuentro con lo que nos podría dar otra nacionalidad, se filtraron descubrimientos sorprendentes, historias impensadas. Eso que era ir a la búsqueda de un futuro y una ruptura con el presente, obligó a una vuelta al pasado. Algunos se enteraron de su origen judío oculto en los apellidos. Se enteraron que su padre no lo era. En la película “El Abrazo Partido” de 2003 se refleja esa aparente paradoja en la historia de ese joven que, en su búsqueda de un futuro en otro lugar, para romper con ciertas ataduras, se encuentra con su pasado, el de su padre, el de su abuela. Se encuentra con su propio pasado. Con las mentiras, los misterios y las verdades no dichas.
Desarraigo y no más bien nostalgia.
Pero más allá de esas historias personales que, a cada uno, como único ser lo conmocionan porque le cambian el libreto que estaba viviendo, más allá de esos hallazgos y exhumaciones se desencadenó un proceso colectivo por el cual, aquello que se había olvidado, sepultado, ignorado, renacía en una esperanza a esa vuelta a los orígenes. Nada nostalgioso ni romántico, sólo la cruel urgencia de encontrar un refugio obligaba a volver para atrás en la búsqueda de un futuro. La búsqueda de papeles nos llevó a encontrar vidas, circunstancias, desventuras y los destinos de esos que ya habíamos olvidado, cuando no ignorado siempre. Por eso, si bien es cierto que el tinte de la nostalgia está en las letras de tango y en toda nuestra cultura, creo que más fuerte que la nostalgia es el desarraigo. Nostalgia se tiene de aquello que se amó y se perdió. El desarraigo es el corte, es la ruptura, es casi la indiferencia o el desapego, cuando se logra. El corte que debieron efectuar los que emigraron los debe haber cubierto de nostalgia, de idealización por lo perdido. Pero nuestra inmigración, sobre todo, era de gente que rompió con sus orígenes de un modo neto, casi total.
En el comienzo era la nada.
Muchos analfabetos, a fines del siglo XIX, con medios de comunicación precarios, sabían (quizá ni siquiera lo sabían) que no regresarían a su tierra. Desterrados por propia voluntad, por necesidad o por fuerza llegaban a un suelo desconocido y todo comenzaba de nuevo. Este comenzar desde la nada ha sido la herencia más fuerte que constituye cierta cultura argentina. Este iniciar desde cero y sin preguntar nos habita, nos concierne. Es casi lo que hacemos todos los días. Nadie se queja de ello. Es más. Lo difícil es comenzar desde una herencia, desde algo ya preconcebido, desde huellas que nos señalan un camino. Hay casi una resistencia a historizar la vida, la cultura. A pertenecer a algo que nos preexiste. A identificar tradiciones.
Fue en el momento del arribo, al pisar tierra firme, donde podría haber comenzado a escribirse otra historia, una historia más vinculada con el pasado. Pero muchos de los que llegaron no les contaron a sus hijos de dónde venían. Querían facilitarles su inclusión en un nuevo mundo. Pensaban que la lengua era un obstáculo, por lo tanto no les exigieron conocerla. Muchos hijos jamás aprendieron el italiano, el francés, el japonés de sus padres. Los recién llegados fueron perdiendo poco a poco su lengua, inventando formas híbridas, dadas por el acento o la cadencia que traían. Hablaban su idioma, cuando lo hacían, con su pareja o con sus amigos, pero no con sus hijos. El cobijo en la añoranza por lo que quedaba atrás fue mudado en la urgencia por la instalación, en la necesidad de seguir adelante, en endurecerse y trabajar. Había que pelearla. Al negarles a sus hijos la transmisión de su dolor, de su desarraigo, de su pasado les negaron una herencia, los desheredaron de historia. Pero al mismo tiempo, esos padres cortaron para ellos mismos un lazo de continuidad con sus hijos. No pudieron compartir con ellos su felicidad, sus infortunios, sus nostalgias [2]. Pero no fue para quitarles a sus hijos una herencia. Todo lo contrario. Querían proporcionarles un futuro. El futuro estaba en la nueva tierra, en la nueva lengua, en la nueva cultura. Había que dejar atrás el pasado.
Los que llevaron adelante la tarea fueron esos inmigrantes. Sufrieron ellos el corte y de algún modo transmitieron la hendidura. Y se sigue transmitiendo. Porque desde allí se fundó una nueva patria. Porque si los inmigrantes hubieran sido algunos, algunos pocos arribando a otra cultura o a otra lengua el nuevo sitio los sometería a ellos a otra historia, a otros modos. Pero como fueron millones, y mayoría durante un largo tiempo, fundaron un modo de habitar, de vivir donde sólo el futuro existe y donde la historia se comienza a escribir todos los días. Si somos hijos de los barcos, como se dice, se ha aprendido a desamarrarse del puerto y del barco. Somos hijos de los que bajaban y decidieron dejar todo atrás y empezar sin historia. Desamarrados los padres de sus patrias engendraron hijos desarraigados de ellos mismos y de sus padres.
En la película Kaos, los hermanos Taviani narran varias historias. La primera, sobre un cuento de Pirandello, “L´altro figlio”, narra la historia de una madre, a principios de siglo XX, que llora por sus dos hijos que han emigrado a América. Esta madre espera noticias que no llegan. Como es analfabeta, se acerca al camino por donde pasan, cada año, esos otros que también van a emigrar. Le dicta a su vecina, cada vez, una carta para sus hijos que alguno de los que emigra llevará en su bolsillo. Después de quince años de hacer el mismo ritual descubre que la persona que le escribía las cartas sólo hacía garabatos. Esto la entristece en un primer momento, pero luego le da un soplo de esperanza. Piensa que sus hijos nunca más le escribieron pues no habían recibido sus cartas. Una forma eficaz de desmentir una evidencia: la pérdida de sus hijos. Esos hijos que se fueron a buscar un nuevo destino rompieron el lazo de modo absoluto con su pasado, con su madre. Es la narración de una separación definitiva.
Una historia en la falta de historia.
De este lado, el de los descendientes de inmigrantes, la vida se escribió desalojando precisamente eso, la herencia de la historia del otro continente. Se escribía una nueva historia. Las desventajas de tal corte son las del desarraigo, de la falta de herencia y continuidad en la historia. Muchos perjuicios se han contado. Ser huéspedes de un hotel que no se cuida por ajeno.
Pero también ha habido provechos. Una tierra proveedora de recursos, de oportunidades les permitió poner toda la energía en construir para los hijos un futuro mejor. Muchos lo lograron. Se ha hablado de la gran movilidad social que permitió a padres analfabetos darle a sus hijos estudios universitarios. El crecimiento cultural a través del corte permitió fundar una nueva cultura. La de la hibridez, la de la mezcla, la del “amasijo fermental” como lo llama Fernando O. Assuncao [3]. Aunque sea difícil encontrarnos virtudes algunas se destacan: la curiosidad y el empeño, la osadía y el atrevimiento, el arreglar las cosas con alambre. El empezar de nuevo. La cosmópolis que se origina en la mezcla y la falta de tradición y ataduras. En ciertos casos la libertad de pensamiento.
Me siento identificada con esta historia. Hay una patria en el desarraigo y en la falta de historia. Somos muchos que contamos el mismo cuento, con más o menos palabras transmitidas, con más o menos corte o nostalgia, pero si nos reunimos compartimos más o menos lo mismo. Nos encuentran los mismos enigmas, las mismas preguntas.
Me han pedido que escriba, no casualmente desde Italia, y eso desencadena, como al salir a buscar los papeles de la familia, el encuentro con más interrogantes que llevan a otros enigmas. ¿Mi abuelo nació en Italia o en Argentina? ¿Eran ricos o eran pobres? ¿Qué pasó con los que quedaron allá? ¿Alguien quedó allá? ¿Cómo hicieron? ¿Qué pensaban? ¿Qué sentían? ¿Qué los hizo emigrar? Por momentos la curiosidad se opaca porque sólo abre a nuevas incógnitas.
Hospitalarios con el extraño.
Quizá esta historia haya contribuido a desarrollar en muchos argentinos el sentido de la hospitalidad hacia el extranjero. No sentimos que esta sea nuestra casa pero cuando llega alguien de afuera, rápidamente escondemos la mugre bajo la alfombra, sacamos a relucir las mejores pilchas y sonreímos. Nos alegra que nos visiten extranjeros y que nos hablen de nosotros. Como si nos dieran identidad. Los agasajamos y hasta somos ingenuos y otarios con ellos. Pero nos gusta. Cuando parten de nuevo retomamos nuestro aire melancólico, aparece la queja y seguimos yugándola. Pero cada vuelta de cada extranjero nos deja un mejor sabor para mirar lo propio. Nos ayuda a valorar los jacarandaes que florecen en Buenos Aires en noviembre. Antes no los veíamos. Nos hablan de nuestra simpatía, de nuestra calidez, de nuestra cultura. ¿La poseíamos antes que llegaran?
En ese sentido la mirada idealista a Europa fue mudando pero no se ha perdido. El que lo bueno viene de Europa está presente. Pero esa mirada fascinada no lo fue para con los europeos que nos anteceden, los europeos de donde venimos. Desde el discurso de Sarmiento y Alberdi hasta el presente no es bueno aquello que somos, ni de donde venimos. Siempre lo otro es lo que vale.
La arrogancia de la escasez.
En mi caso personal ese desarraigo, como para tantos otros, me obsequió ciertos atributos y me negó otros. Ciertas arrogancias en la posibilidad de construir sobre cero, de crear, de inventar, de sostener lo propio pese a todo, de comenzar nuevamente de ser necesario, de expandir los límites de la aldea e intentar adivinar un mundo más allá. Un orgullo que un poco tarde se convirtió en virtud, pues, como para tantos, la escasez tenía el valor de un impedimento. La posibilidad que se convirtiera en orgullo la dio ver que con ella se puede crear, se puede inventar. Vivimos en un mundo donde la abundancia de un lado impone su presencia planetaria e impone como supremo valor la posibilidad de consumir sin límites, en exceso. La escasez [4] puede ser motor, en estos países que habitamos, de poner a andar algo nuevo, algo diferente.
Emigrantes por deseo o una emigración silenciosa.
Lo aparentemente contradictorio es que, al mismo tiempo que tantos quieren irse [5] , tantos de esos países lejanos quieren venir aquí, se acercan, nos visitan y quieren quedarse. No se hacen las mismas preguntas pero vienen aquí a disfrutar de algo que “en Europa no se consigue” [6] . Y se va produciendo una emigración casi imperceptible pero fuerte, precisa. Una migración silenciosa, al revés. Muchos[7] de Europa, de Canadá, de Asia, de USA quieren venir a vivir a este país. Y lo logran. Y si no lo alcanzan viajan en forma continua. He conocido muchos que comenzaron con el tango y se ingeniaron para viajar con frecuencia a este país. Varios, con el paso del tiempo se han instalado aquí. Es un tipo diferente de emigración. Es una emigración por el deseo. No la alimenta ni la necesidad económica, ni la persecución política, ni la búsqueda de futuro para los hijos. La alimenta el deseo de vivir mejor en una tierra que nuevamente, de otro modo, promete algo que en Europa y USA no se encuentra. Estos que emigran por elección pueden volver a sus orígenes, todo el tiempo, pero prefieren habitar aquí. Alguna magia tendrán estas tierras, pese a todo, para que sigan muchos queriendo adoptarla. Algo de esa mirada deberíamos tomar para poder apropiarnos de lo que ya es nuestro, de una buena vez.
________________________________________
[1] Esta interpretación de no cuidar lo propio porque se vive como ajeno sin duda adolece de ciertos defectos éticos. ¿Por qué descuidar lo ajeno, se podría preguntar? El descuido explicado de ese modo habla de una ruptura con el nosotros, con algo colectivo que merece nuestro amparo. Sin duda es un argumento que justifica la adjudicación de individualistas que padecemos.
[2] Tómense estas líneas como un desliz literario. Muchas familias no se representarían en esta descripción. Esta surge de mi historia, singular por cierto, pero compartida por muchos otros. No está autorizada ninguna generalización que involucre a un todo homogéneo.
[3] Fernando O. Assuncao “El Tango y sus circunstancias (1880-1920)”. Librería El Ateneo. Buenos Aires. 1984.
[4] Interesante tema interrogar qué es abundancia y qué la escasez desde esta perspectiva. ¿Quiénes son los pobres y quiénes son los ricos?. Pero es tema para otra oportunidad.
[6] “en Europa no se consigue” es una frase muy usada popularmente en Argentina para valorar lo propio, dicha en tono irónico. Es una ironía para afirmar lo propio, generalmente nimiedades. Una frase autoirónica acerca de cierto complejo de inferioridad respecto de Europa.
¿Cuántas generaciones son necesarias para revisar una historia, para descubrir una herencia, para reconstruir una genealogía? Varias descendencias para aproximarnos un poco a algunos enigmas que nos pertenecen. La tarea, cuando se realiza, compromete a la gran aldea, al vecindario, al clan y a la propia vida. En este caso la excusa de un pedido, el de un periodista italiano interesado por saber algo de los nietos de los emigrados italianos, puso a andar esto que se escribe aquí. ¿Será que necesitamos que aquellos de donde venimos se acuerden de nosotros? El tiempo, supremo hacedor, nos exige continuar algunas preguntas que quedaron en suspenso durante tantos años.
Este pequeño relato, es casi un hablar en voz alta como descendiente de inmigrantes italianos, sobre algo que sospecho forma parte tanto de mí como de esta cultura (si es que la hay), la argentina.
Ser la última de treinta y dos nietos de una abuela materna italiana analfabeta y la última hija de entre tres hermanos de la última hija de entre trece hermanos de esa abuela, y ser la única de entre todos ellos en heredar su nombre, es algo insólito. Por lo general en las transmisiones familiares son los primeros hijos los que heredan el nombre de sus ancestros. En este caso, alguien casi colgando de un árbol familiar, como último retoño inesperado hereda ese nombre. Podría pensarse en un frágil cabo que ata a una genealogía que, por lo demás, casi ni se nota. De la línea paterna, mis abuelos eran argentinos hijos de italianos y todo parecía más normal. Lo normal era que no me hubiera llegado casi ninguna referencia de Italia y nuestros ancestros italianos. Lo normal era pensar que uno había nacido de un repollo, pero argentino.
La herencia de un desarraigo.
La curiosidad por saber del pasado de esos abuelos italianos, de la Italia que dejaron atrás, no fue demasiada hasta no hace mucho tiempo. Había enigmas, preguntas que casi no alcanzaban a realizarse. Inquietudes y dudas al pasar. Pero llegó el momento de hacer las preguntas que no me había hecho. ¿Cómo puede haber sido tan fuerte el corte como para que quedara todo tan olvidado? Y rápidamente apareció una respuesta que me sumergía en lo propio pero en algo más compartido: es el mismo desarraigo en el que vivimos. Aquí comenzaré a zigzaguear entre lo personal y lo de todos, lo singular con aquello que hace a una generalidad (siempre equívoca) pero que puede habitar lo argentino. La respuesta espontánea a la inquietud era que el desarraigo que sentía hacia este lugar en el que yo habitaba, mío pero no tan mío, propio pero no tan propio, ajeno pero no tan ajeno, debía provenir de esos que también rompieron amarras y nunca más hablaron del lugar de donde venían. Me enteré después que alguien había dicho (creo que Marco Denevi) que los argentinos somos huéspedes de hotel. Vivimos una transitoriedad que puede explicar el descuido por lo propio. No es nuestro el lugar donde vivimos. ¿Para qué cuidarlo? [1]
Buscando un futuro se encuentra el pasado.
Cuando tantos comenzamos, en plena crisis de la década del noventa, a pensar en buscar la nacionalidad italiana, no sólo íbamos al encuentro de un papel que nos abriera las puertas de Europa. En verdad lo que se comenzó a abrir es una reflexión sobre la propia historia. Abrir la puerta hacia el develamiento de aquello que, como en mi caso, me llevó a descubrir lo que ignoraba, y que quizá debería haber sabido. Pero con ese fenómeno masivo de la urgencia por rescatar nacionalidades perdidas, no sólo muchos emigraron, sino que esas personas desencadenaron una vuelta hacia su pasado. Sus vidas cambiaron no sólo porque pensaban en emigrar (lo realizaran o no), sino porque forzosamente tuvieron que mirar hacia atrás. No sólo se buscaban papeles. Se descubrían historias en ellos. A través de esa urgencia por encontrar alguna salvación personal para salir de ese estado de desesperación colectiva, en el encuentro con lo que nos podría dar otra nacionalidad, se filtraron descubrimientos sorprendentes, historias impensadas. Eso que era ir a la búsqueda de un futuro y una ruptura con el presente, obligó a una vuelta al pasado. Algunos se enteraron de su origen judío oculto en los apellidos. Se enteraron que su padre no lo era. En la película “El Abrazo Partido” de 2003 se refleja esa aparente paradoja en la historia de ese joven que, en su búsqueda de un futuro en otro lugar, para romper con ciertas ataduras, se encuentra con su pasado, el de su padre, el de su abuela. Se encuentra con su propio pasado. Con las mentiras, los misterios y las verdades no dichas.
Desarraigo y no más bien nostalgia.
Pero más allá de esas historias personales que, a cada uno, como único ser lo conmocionan porque le cambian el libreto que estaba viviendo, más allá de esos hallazgos y exhumaciones se desencadenó un proceso colectivo por el cual, aquello que se había olvidado, sepultado, ignorado, renacía en una esperanza a esa vuelta a los orígenes. Nada nostalgioso ni romántico, sólo la cruel urgencia de encontrar un refugio obligaba a volver para atrás en la búsqueda de un futuro. La búsqueda de papeles nos llevó a encontrar vidas, circunstancias, desventuras y los destinos de esos que ya habíamos olvidado, cuando no ignorado siempre. Por eso, si bien es cierto que el tinte de la nostalgia está en las letras de tango y en toda nuestra cultura, creo que más fuerte que la nostalgia es el desarraigo. Nostalgia se tiene de aquello que se amó y se perdió. El desarraigo es el corte, es la ruptura, es casi la indiferencia o el desapego, cuando se logra. El corte que debieron efectuar los que emigraron los debe haber cubierto de nostalgia, de idealización por lo perdido. Pero nuestra inmigración, sobre todo, era de gente que rompió con sus orígenes de un modo neto, casi total.
En el comienzo era la nada.
Muchos analfabetos, a fines del siglo XIX, con medios de comunicación precarios, sabían (quizá ni siquiera lo sabían) que no regresarían a su tierra. Desterrados por propia voluntad, por necesidad o por fuerza llegaban a un suelo desconocido y todo comenzaba de nuevo. Este comenzar desde la nada ha sido la herencia más fuerte que constituye cierta cultura argentina. Este iniciar desde cero y sin preguntar nos habita, nos concierne. Es casi lo que hacemos todos los días. Nadie se queja de ello. Es más. Lo difícil es comenzar desde una herencia, desde algo ya preconcebido, desde huellas que nos señalan un camino. Hay casi una resistencia a historizar la vida, la cultura. A pertenecer a algo que nos preexiste. A identificar tradiciones.
Fue en el momento del arribo, al pisar tierra firme, donde podría haber comenzado a escribirse otra historia, una historia más vinculada con el pasado. Pero muchos de los que llegaron no les contaron a sus hijos de dónde venían. Querían facilitarles su inclusión en un nuevo mundo. Pensaban que la lengua era un obstáculo, por lo tanto no les exigieron conocerla. Muchos hijos jamás aprendieron el italiano, el francés, el japonés de sus padres. Los recién llegados fueron perdiendo poco a poco su lengua, inventando formas híbridas, dadas por el acento o la cadencia que traían. Hablaban su idioma, cuando lo hacían, con su pareja o con sus amigos, pero no con sus hijos. El cobijo en la añoranza por lo que quedaba atrás fue mudado en la urgencia por la instalación, en la necesidad de seguir adelante, en endurecerse y trabajar. Había que pelearla. Al negarles a sus hijos la transmisión de su dolor, de su desarraigo, de su pasado les negaron una herencia, los desheredaron de historia. Pero al mismo tiempo, esos padres cortaron para ellos mismos un lazo de continuidad con sus hijos. No pudieron compartir con ellos su felicidad, sus infortunios, sus nostalgias [2]. Pero no fue para quitarles a sus hijos una herencia. Todo lo contrario. Querían proporcionarles un futuro. El futuro estaba en la nueva tierra, en la nueva lengua, en la nueva cultura. Había que dejar atrás el pasado.
Los que llevaron adelante la tarea fueron esos inmigrantes. Sufrieron ellos el corte y de algún modo transmitieron la hendidura. Y se sigue transmitiendo. Porque desde allí se fundó una nueva patria. Porque si los inmigrantes hubieran sido algunos, algunos pocos arribando a otra cultura o a otra lengua el nuevo sitio los sometería a ellos a otra historia, a otros modos. Pero como fueron millones, y mayoría durante un largo tiempo, fundaron un modo de habitar, de vivir donde sólo el futuro existe y donde la historia se comienza a escribir todos los días. Si somos hijos de los barcos, como se dice, se ha aprendido a desamarrarse del puerto y del barco. Somos hijos de los que bajaban y decidieron dejar todo atrás y empezar sin historia. Desamarrados los padres de sus patrias engendraron hijos desarraigados de ellos mismos y de sus padres.
En la película Kaos, los hermanos Taviani narran varias historias. La primera, sobre un cuento de Pirandello, “L´altro figlio”, narra la historia de una madre, a principios de siglo XX, que llora por sus dos hijos que han emigrado a América. Esta madre espera noticias que no llegan. Como es analfabeta, se acerca al camino por donde pasan, cada año, esos otros que también van a emigrar. Le dicta a su vecina, cada vez, una carta para sus hijos que alguno de los que emigra llevará en su bolsillo. Después de quince años de hacer el mismo ritual descubre que la persona que le escribía las cartas sólo hacía garabatos. Esto la entristece en un primer momento, pero luego le da un soplo de esperanza. Piensa que sus hijos nunca más le escribieron pues no habían recibido sus cartas. Una forma eficaz de desmentir una evidencia: la pérdida de sus hijos. Esos hijos que se fueron a buscar un nuevo destino rompieron el lazo de modo absoluto con su pasado, con su madre. Es la narración de una separación definitiva.
Una historia en la falta de historia.
De este lado, el de los descendientes de inmigrantes, la vida se escribió desalojando precisamente eso, la herencia de la historia del otro continente. Se escribía una nueva historia. Las desventajas de tal corte son las del desarraigo, de la falta de herencia y continuidad en la historia. Muchos perjuicios se han contado. Ser huéspedes de un hotel que no se cuida por ajeno.
Pero también ha habido provechos. Una tierra proveedora de recursos, de oportunidades les permitió poner toda la energía en construir para los hijos un futuro mejor. Muchos lo lograron. Se ha hablado de la gran movilidad social que permitió a padres analfabetos darle a sus hijos estudios universitarios. El crecimiento cultural a través del corte permitió fundar una nueva cultura. La de la hibridez, la de la mezcla, la del “amasijo fermental” como lo llama Fernando O. Assuncao [3]. Aunque sea difícil encontrarnos virtudes algunas se destacan: la curiosidad y el empeño, la osadía y el atrevimiento, el arreglar las cosas con alambre. El empezar de nuevo. La cosmópolis que se origina en la mezcla y la falta de tradición y ataduras. En ciertos casos la libertad de pensamiento.
Me siento identificada con esta historia. Hay una patria en el desarraigo y en la falta de historia. Somos muchos que contamos el mismo cuento, con más o menos palabras transmitidas, con más o menos corte o nostalgia, pero si nos reunimos compartimos más o menos lo mismo. Nos encuentran los mismos enigmas, las mismas preguntas.
Me han pedido que escriba, no casualmente desde Italia, y eso desencadena, como al salir a buscar los papeles de la familia, el encuentro con más interrogantes que llevan a otros enigmas. ¿Mi abuelo nació en Italia o en Argentina? ¿Eran ricos o eran pobres? ¿Qué pasó con los que quedaron allá? ¿Alguien quedó allá? ¿Cómo hicieron? ¿Qué pensaban? ¿Qué sentían? ¿Qué los hizo emigrar? Por momentos la curiosidad se opaca porque sólo abre a nuevas incógnitas.
Hospitalarios con el extraño.
Quizá esta historia haya contribuido a desarrollar en muchos argentinos el sentido de la hospitalidad hacia el extranjero. No sentimos que esta sea nuestra casa pero cuando llega alguien de afuera, rápidamente escondemos la mugre bajo la alfombra, sacamos a relucir las mejores pilchas y sonreímos. Nos alegra que nos visiten extranjeros y que nos hablen de nosotros. Como si nos dieran identidad. Los agasajamos y hasta somos ingenuos y otarios con ellos. Pero nos gusta. Cuando parten de nuevo retomamos nuestro aire melancólico, aparece la queja y seguimos yugándola. Pero cada vuelta de cada extranjero nos deja un mejor sabor para mirar lo propio. Nos ayuda a valorar los jacarandaes que florecen en Buenos Aires en noviembre. Antes no los veíamos. Nos hablan de nuestra simpatía, de nuestra calidez, de nuestra cultura. ¿La poseíamos antes que llegaran?
En ese sentido la mirada idealista a Europa fue mudando pero no se ha perdido. El que lo bueno viene de Europa está presente. Pero esa mirada fascinada no lo fue para con los europeos que nos anteceden, los europeos de donde venimos. Desde el discurso de Sarmiento y Alberdi hasta el presente no es bueno aquello que somos, ni de donde venimos. Siempre lo otro es lo que vale.
La arrogancia de la escasez.
En mi caso personal ese desarraigo, como para tantos otros, me obsequió ciertos atributos y me negó otros. Ciertas arrogancias en la posibilidad de construir sobre cero, de crear, de inventar, de sostener lo propio pese a todo, de comenzar nuevamente de ser necesario, de expandir los límites de la aldea e intentar adivinar un mundo más allá. Un orgullo que un poco tarde se convirtió en virtud, pues, como para tantos, la escasez tenía el valor de un impedimento. La posibilidad que se convirtiera en orgullo la dio ver que con ella se puede crear, se puede inventar. Vivimos en un mundo donde la abundancia de un lado impone su presencia planetaria e impone como supremo valor la posibilidad de consumir sin límites, en exceso. La escasez [4] puede ser motor, en estos países que habitamos, de poner a andar algo nuevo, algo diferente.
Emigrantes por deseo o una emigración silenciosa.
Lo aparentemente contradictorio es que, al mismo tiempo que tantos quieren irse [5] , tantos de esos países lejanos quieren venir aquí, se acercan, nos visitan y quieren quedarse. No se hacen las mismas preguntas pero vienen aquí a disfrutar de algo que “en Europa no se consigue” [6] . Y se va produciendo una emigración casi imperceptible pero fuerte, precisa. Una migración silenciosa, al revés. Muchos[7] de Europa, de Canadá, de Asia, de USA quieren venir a vivir a este país. Y lo logran. Y si no lo alcanzan viajan en forma continua. He conocido muchos que comenzaron con el tango y se ingeniaron para viajar con frecuencia a este país. Varios, con el paso del tiempo se han instalado aquí. Es un tipo diferente de emigración. Es una emigración por el deseo. No la alimenta ni la necesidad económica, ni la persecución política, ni la búsqueda de futuro para los hijos. La alimenta el deseo de vivir mejor en una tierra que nuevamente, de otro modo, promete algo que en Europa y USA no se encuentra. Estos que emigran por elección pueden volver a sus orígenes, todo el tiempo, pero prefieren habitar aquí. Alguna magia tendrán estas tierras, pese a todo, para que sigan muchos queriendo adoptarla. Algo de esa mirada deberíamos tomar para poder apropiarnos de lo que ya es nuestro, de una buena vez.
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[1] Esta interpretación de no cuidar lo propio porque se vive como ajeno sin duda adolece de ciertos defectos éticos. ¿Por qué descuidar lo ajeno, se podría preguntar? El descuido explicado de ese modo habla de una ruptura con el nosotros, con algo colectivo que merece nuestro amparo. Sin duda es un argumento que justifica la adjudicación de individualistas que padecemos.
[2] Tómense estas líneas como un desliz literario. Muchas familias no se representarían en esta descripción. Esta surge de mi historia, singular por cierto, pero compartida por muchos otros. No está autorizada ninguna generalización que involucre a un todo homogéneo.
[3] Fernando O. Assuncao “El Tango y sus circunstancias (1880-1920)”. Librería El Ateneo. Buenos Aires. 1984.
[4] Interesante tema interrogar qué es abundancia y qué la escasez desde esta perspectiva. ¿Quiénes son los pobres y quiénes son los ricos?. Pero es tema para otra oportunidad.
[5] Estoy escribiendo esto, a comienzos del 2005, cuando la gran oleada de emigración ha pasado, al menos el furor que hacía huir o, al menos, pensar en huir en los finales de la década del 90 y a comienzos del 2000. La emigración se sigue produciendo pero no en la forma desesperada y masiva de esos años.
[6] “en Europa no se consigue” es una frase muy usada popularmente en Argentina para valorar lo propio, dicha en tono irónico. Es una ironía para afirmar lo propio, generalmente nimiedades. Una frase autoirónica acerca de cierto complejo de inferioridad respecto de Europa.
[7] Este muchos es relativo. No se trata de una emigración masiva como la que existe a escala mundial desde los países pobres a los países ricos. Pero de todos modos, habla de que hay una migración silenciosa que tiene otra dirección y que revela los valores que se ponen en juego en toda búsqueda humana. La pregunta es qué vienen a buscar aquí los que emigran desde los países ricos.
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