“Río Negro precisa gente”
El anuncio que escucharon en la estación de trenes cambió el rumbo de Vicente y Ana Pagliaccio convirtiéndolos en pioneros en Mainqué.
Familia Pagliaccio |
Vicente Pagliaccio y Ana Cima Damore llegaron a la Argentina en su viaje de bodas. Ella tenía 18 años y él, 29. En 1902, dos años antes de su casamiento, Vicente ya había visitado la Argentina para conocer las posibilidades de este país de la mano de un familiar que vivía en la provincia de Santa Fe.
El nuevo país tentó al italiano, que regresó a la ciudad de Porto Sant’elpidio, en la región de Ascoli Piceno, a buscar a su novia Ana, con quien se casó un día antes de emprender el viaje.
Una vez que llegó a Buenos Aires, la pareja fue hasta la estación de trenes a tomar el que iba hacia Rosario para encontrarse con sus familiares, pero un grito los sorprendió: “Río Negro precisa gente”, voceaba un joven en la estación, y Vicente y Ana decidieron probar suerte en el sur. “Total los muebles no les pesaban porque no traían nada”, aclara sonriendo Ana, una de las hijas del matrimonio.
Ya en General Roca, Vicente trabajó como peón y encargado en chacras de distintos dueños, como Romagnoli y el padre Alejandro Stefenelli. Así logró ahorrar el suficiente dinero para comprar 32 hectáreas en lo que hoy es el pueblo de Mainqué. En esas tierras había tres casas abandonadas. La pareja arregló una de ellas y habitó allí toda su vida.
Vicente y Ana tuvieron doce hijos: Elvira, Amelia, Alberto -que falleció con sólo nueve meses-, Anselmo, Adolfo, María, Adina, Alicia, Vicente, Amadeo, Ana y Aurelio.
Los Pagliaccio cuentan que Aurelio era muy rubio cuando nació. Esto llamó la atención de dos vecinas de la familia que se habían acercado a conocerlo. “Estas mujeres le dijeron a mi papá que era un niño hermoso. El respondió: ‘Y... esto es como los pasteles, cuanto más se hace más lindo sale”, cuenta Vicente hijo.
“Así era papá -explica Vicente-, siempre escuchaba atentamente antes de contestar. Con nosotros no era muy comunicativo, tampoco con mamá; él hacía lo que quería hacer y después nos contaba. Una vez llevó los ladrillos que estaban destinados al arreglo de nuestra casa a Huergo para que los usaran en la construcción de una cooperativa y recién después le contó a mamá”, cuenta sonriendo Vicente.
“Papá no era malo pero era muy recto. Seguramente tenía que ser así para poder criar a doce hijos”, explica Vicente. “El nunca nos pegó, no hacía falta -agrega Adolfo- con una mirada ya imponía respeto”.
Cuando recuerdan a su madre, el suspiro es general. “Mamá fue una verdadera madre”, sentencia Adolfo mientras sus hermanos asienten. “Ella nos apañaba bastante -agrega Ana-. Además, era muy buena consejera, siempre nos ayudaba en todo lo que podía”.
Adolfo recuerda su vida en la chacra con su padre y su madre: “Todos los hermanos trabajábamos hasta que bajaba el sol, entonces nos sacábamos la gorra, la colgábamos de un árbol y seguíamos trabajando un rato más. En casa usábamos bueyes para trabajar la tierra. Esto no era muy común, en Mainqué éramos muy pocos los que teníamos esos animales, nuestros vecinos por lo general tenían caballos o mulas”, recuerda.
El trabajo fue dando sus frutos y los Pagliaccio llegaron a tener 110 hectáreas propias en lo que actualmente es el centro de Mainqué. Allí plantaron frutales y viñedos y criaron chanchos y centenares de gallinas. “Siempre había seis o siete chanchos y cerca de cuatrocientas gallinas ponedoras. Juntábamos canastos grandes repletos de huevos”, relatan.
La mesa de los Pagliaccio siempre tenía más de ocho comensales. “En casa hablábamos en italiano -cuenta Vicente hijo-, aunque hacíamos una especie de dialecto, un chamuyo”. “Las picardías las decíamos en castellano”, agrega su hermana Ana.
Cuando se creó el edificio de la primera escuela de Mainqué, en seguida cobró importancia en el incipiente pueblo. Frente a ella se alzó la primera comisaría y el primer almacén. “Este era un almacén de ramos generales adonde los chicos corríamos a comprar golosinas si teníamos alguna moneda. La esposa del dueño del almacén, Doña Tersilia, era la partera de todo el pueblo”, cuenta Vicente. “No había médicos. La partera ayudaba a las embarazadas y el resto se curaba con remedios caseros. Todavía me parece oír el sonido de la cuchara revolviendo la taza en la que mamá nos traía aceite de ricino para bajarnos la fiebre”, asegura Adolfo.
En la vida de Mainqué de principios de siglo los días también tenían su tiempo de recreo. El fútbol era una de las actividades recreativas preferidas por los varones y los bailes, que se organizaban una vez por mes, eran esperados por todos los jóvenes de Mainqué y de Huergo.
“Al principio los bailes se hacían en el galpón del ferrocarril. Frente a él un vagón servía de bufet -afirma Adolfo-. Las luces eran proporcionadas por soles de noche que debían ser bombeados cada tanto por los bailarines”. Cerca de las diez de la noche los jóvenes se acercaban al baile. Las coquetas mujeres llegaban con zapatillas que se cambiaban por zapatos antes de entrar, ya que las distancias que recorrían para llegar al baile eran largas y los caminos, no muy buenos. “Todas ocultaban sus zapatillas entre los yuyos y nunca faltaba ninguna”, recuerda Ana.
Hoy, Ana y Vicente Pagliaccio forman parte del “Libro de Oro” del municipio de Mainqué por haber sido primeros pobladores. Pero su trabajo quedó también en el corazón y la sonrisa de cada uno de sus hijos.
Recuerdos con clase
Los Pagliaccio fueron de los primeros pobladores de Mainqué. En esa época la comunidad comenzaba a organizar algunas instituciones como la escuela y la comisaría.
Todos los hijos de la pareja cursaron sus estudios primarios. Al principio no había escuela y las clases las dictaba la maestra Caviglia en casas de distintas familias. Ella venía desde Allen en el tren de pasajeros, y cuando las clases se dictaban en casas alejadas la pasaban a buscar en un sulky para llevarla hasta allí.
El tren de pasajeros recorría desde Neuquén hasta Villa Regina. En el trayecto había algunas estaciones como Huergo y Stefenelli, y en otros lugares como Roca o Mainqué, en los que no había estación, el tren frenaba en el paso a nivel.
Más adelante, un vecino de Mainqué, Santiago André, prestó un galpón de chapas para que se dictaran las clases. Fue este mismo vecino quien más tarde cedió un terreno frente a ese galpón para la construcción del edificio escolar.
Allí se construyó el primer hogar de la escuela Nº 61, un viejo edificio que aún hoy puede verse frente a las vías. “En ese edificio teníamos distintas aulas. El salón más grande se utilizaba para impartir las clases de primero superior y segundo y había otras tres aulas donde se cursaban tercero, cuarto y quinto grado. En la entrada del patio de la escuela había un lugar donde los chicos que iban a caballo dejaban los animales y, a unos metros de allí, un aljibe calmaba la sed de los alumnos”, recuerdan los Pagliaccio.
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